Desde el avión…un recuerdo de Tsugaru

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Apenas dos horas de vuelo. Voy de regreso de Japón a la Ciudad de México y desde la ventanilla del avión solo se ve un mar de nubes y el sol en el horizonte pintándolas de un rosa tan sutil que me recuerda un mar de algodón de azúcar. En la pantalla del avión que muestra la ruta que seguimos, me sorprende que vamos volando a la altura del Estrecho de Tsugaru, totalmente al norte de la isla nipona y a la altura de Vladivostok, Rusia,  en dirección al este para rodear el planeta Tierra y en unas diez horas, después de sobrevolar el océano Pacífico encontrarnos con el continente americano para llegar a México. Me conmueve al recapacitar que nunca había viajado tan lejos. Al pensar en el color rosa de las nubes, muchos recuerdos de mi infancia vienen a mi mente, ese dulce vaporoso que me alegraba y me dejaba las manos pegajosas y la lengua rosa me llena de nostalgia. Momentos de risas con mi hermana Aline y mis papás. También pienso en Andrea, en su helado favorito, “algodón de azúcar” y recuerdo sus bigotes de helado y sus carcajadas que hacían que sus ojos se llenaran de estrellas y salpicaran brillo; y en Lalo que buscaba la versión azul del dulce, el de niños, para pintarse la lengua, la boca  y dar besos azules, y entre risas y gritos, perseguir a Andrea, a su abuela y Tía Alejandra para pintarlas de azul. Me asomo nuevamente por la ventanilla como para distraerme de tantos recuerdos que me conmueven e inundan mi corazón de una humedad que me va subiendo y sale por mis ojos. No hay manera de evitar esto. No sé si soy a la única persona que le pasa esto, pero en este momento, en el avión, estoy escondiendo mi cara, viendo hacia la ventanilla para que mis vecinos no vean mi nariz roja y mis ojos como globos de agua.

En tan poco tiempo han sucedido tantas cosas en nuestras vidas que a veces me da la impresión de que el tiempo tiene una medida diferente, desde la enfermedad de Eduardo, pareciera que todo ha sucedido tan rápido y no es así, el tiempo tiene su curso y todo pasa en su momento. Llegar a Japón hace un par de semanas, fue la culminación de un año de trabajo y mucho esfuerzo, de tropiezos y desilusiones, pero también, de mucha esperanza y para cuando me di cuenta, ya estaba nadando en el Estrecho de Tsugaru. Podría ser que bajo las nubes rosas que veo por la ventanilla está el mar de Tsugaru….y esas cinco horas que nadé en ese mar embravecido y furioso, con un viento fuerte que provocaba tantas olas me pudieran revolcar en un minuto, solamente dejó en mí, mucha paz… no lo entiendo bien, pero conforme mi cabeza estaba sumergida en el agua, la vida dentro del mar estaba en total calma, ni el oleaje ni el viento afectaban ese corazón marino que palpitaba al ritmo del mío, en paz y en armonía.

Unos días conociendo algunos lugares de este hermoso país, me ayudaron a reflexionar sobre lo que significó no poder nadar el Estrecho de Tsugaru. Sigo viendo por la ventanilla y ahora las nubes se vuelven rojas, se ven encendidas, igual como sentí al no poder terminar el nado, me dolió, me enojó, me dio coraje, lloré y tuve mucha frustración y sin embargo, estaba en paz. Entendí que esa tranquilidad me lleva a pensar en una segunda oportunidad y espero que así sea, muy pronto, intentarlo nuevamente.

Pareciera que las nubes forman caminos y pienso en los caminos por los que me ha llevado la vida. No todos han sido amables ni agradables, muchos dolorosos y complicados y trato de ver hacia el futuro, en lo que viene, en esos caminos que en el universo de los caminos están inconclusos, como los caminos de las nubes, habrá que trazarlos y vivirlos. Pienso en los caminos de mis hijos y deseo que los nuestros sean caminos de salud, fortaleza, alegría, crecimiento, fe, viajes, risas y carcajadas, caminos de agua y sobre todo caminos que nos mantengan unidos en mucho amor y tengan un corazón como el del mar, que siempre viva en paz.


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